Cuando los noticieros no son suficientes para que la realidad se evidencie en imágenes y sonidos, cuando los documentales no tienen suficiente difusión para que se profundicen las duras historias urbanas, entonces es cuando el cine de ficción puede en casos excepcionales hacer un aporte masivo, para que Colombia no se olvide de los submundos que existen en las ciudades, en cualquier esquina y en este caso en cualquier semáforo.
Una de las tantas tristes realidades colombianas es el fenómeno de la indigencia en los centros urbanos, que pasó de tener décadas atrás a unas decenas casos en Bogotá, hasta llegar a convertirse en una amplia realidad que día a día suma más personas por causa de los diversos problemas de Colombia: enfrentamientos políticos, violencia en los campos, robo de tierras, avaricia de los terratenientes, corrupción, guerrilla, narcotráfico, paramilitarismo, maltrato familiar, miseria absoluta y también enfrentamientos personales. En conclusión, a las calles de las ciudades llegan los problemas de todo país.
Como el estado es aun incapaz de resolver esta creciente problemática las personas que llegan a las ciudades tratan de sobrevivir de la manera que sea en Bogotá, una de las ciudades más difíciles y rudas de Latinoamérica. Algunos van a vivir en los grandes cinturones de miseria que rodean la ciudad, otros se las arreglan en los espacios que apenas quedan libres en cualquier esquina, puente o parque. El relato del joven director Rubén Mendoza se centra en estos personajes que dependen del tiempo que dura la luz roja de un semáforo del centro de la ciudad para conseguir unas cuantas monedas. Esta opera prima de Mendoza tiene como protagonista a Raúl un desplazado del Chocó, quien sobrevive en las calles de Bogotá recogiendo material para el reciclaje. Tiene un pequeño paraíso construido en una montaña fuera de la ciudad que visita muy poco, ya que sus asuntos diarios de supervivencia lo ocupan demasiado entre actividades como recoger material en los basureros, tratar de enviarle unos zapatos por correo a su hija en el bajo Baudó, drogarse con sus compañeros y también con su última ocurrencia: detener más tiempo la luz roja de un semáforo para que todos los que viven de cualquier invento ambulante tengan mayores ganancias. La gran mayoría de sus protagonistas son actores naturales de esa zona de Bogotá conocidos con anterioridad por el director para ser retratado con el mayor realismo este viaje a las tinieblas urbanas. Por su carácter natural no suenan tan creíbles sus diálogos en algunas escenas, pero su imagen real retoma la verosimilitud con creces.
En esta obra no se encontrará ninguna complacencia con la creatividad ni el famoso rebusque colombiano, ni tampoco con la ternura que se puede hallar en los lugares más golpeados, ni mucho menos con un pequeño triunfo que deje al espectador con un sentido de esperanza de que la realidad inmediata pueda mejorarse. La película se orienta más a los lazos que establecen los personajes en su micromundo.
La sociedad del semáforo tiene escenas impresionantes como el suicidio por horca de uno de los niños en el semáforo, las fantasías de Raúl y Cienfuegos, el viaje al infierno en un momento de opulencia de su protagonista, la secuencia de road movie durante el viaje al interior de Boyacá mientras la acompaña una hermosa canción del santandereano Edson Velandia y finalmente su estruendosa escena final en la que los protagonistas hacen catarsis en una pequeña revolución de unos minutos, porque ese será su único momento en que podrán ser visibles para el mundo que los desprecia, en ese momento es cuando podrán en medio de la violencia, desatar su rebeldía.
El viaje al pueblo de Cienfuegos es uno de las escenas más reveladoras que tiene la película, porque es ahí cuando se muestra que hay detrás de las cicatrices, olores y ropas raídas de uno de los líderes de ese semáforo y devela precisamente que detrás de estos sobrevivientes hay una persona con familia y con pasado. En esa secuencia se revela su identidad pero de manera tosca, sin bienvenidas, apena con una digna despedida. Esta es una película valiente que abandona por momentos la obligación narrativa de tener una historia que sostenga su estructura, porque por momentos la atención del director se concentra en la vivencia diaria, pero no con una mirada complaciente y lastimera, sino con la rabia de los que tienen que aguantar lo peor de la sociedad colombiana, sin mayores aliados que los propios seres que les acompañan en la misma desgracia.
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