Con Medianoche en París, el neoyorquino Woody Allen vuelve a hacer un recorrido por uno de los sentimientos que más ha caracterizado su filmografía: la nostalgia. En el abordaje que ha hecho en varias de sus películas, ha viajado a su niñez con Días de Radio, a la gloriosa era del jazz con Acordes y Desacuerdos, a las tablas del teatro con Balas sobre Broadway, a los registros documentales de los años treinta con Zelig, al oscuro cine negro de los años cuarenta con La maldición del escorpión de Jade, a la era de los inventos en el nacimiento del siglo XX con Comedia sexual de una noche de verano, a la depresión de los años treinta con La rosa púrpura del Cairo, al expresionismo alemán con Sombras y niebla, y ha llegado incluso a las guerras napoleónicas con La última noche de Boris Grushenko.
En esta película, que sorprendentemente llegó con rapidez a la cartelera local, el personaje principal Gil (Owen Wilson), es un escritor de guiones para Hollywood que se siente insatisfecho con su cómodo modo de vida burgués y fantasea con solamente escribir libros de literatura que no sean de interés para un público masivo, sino para un público selecto y exigente. Un viaje sorpresa a París con sus futuros suegros y con su pretenciosa novia Inez, (Rachel McAdams) le despierta nuevamente el incentivo por terminar de escribir su primera novela.
Este escritor es un personaje que despierta su nostalgia al recorrer las calles de París y evoca durante sus caminatas, la copiosa historia artística de la capital francesa. La ilusión de revivir los prodigiosos años veinte, se cumple por un golpe de suerte que lo transporta a su época soñada.
Lo interesante de este relato de Allen, es que el personaje de Gil no altera nada de lo que acontece en esos días, ni quiere darle a lo personajes de la época alguna fórmula de uso en el futuro, ni tampoco arreglar hechos históricos, sino que su nostalgia va a un nivel tan romántico, que solo quiere tener charlas con su héroes artísticos y conseguir la aceptación de sus escritos por parte de ellos. Gil tiene charlas con grandes autores como Hemingway, F. Scott Fitzgerald, Picasso, Dalí, Buñuel, Gertrude Stein, Cole Porter y Man Ray. Usa como recurso situaciones conocidas de otras historias arquetípicas, como las campanadas de medianoche como clave de inicio y la aparición de una carroza mágica transformada en un auto lujoso de los años veinte, para recoger al apesadumbrado pasajero.
Con esta obra, Allen manifiesta como lo ha hecho en varias de las películas nombradas con anterioridad, la constante tensión que el ser humano tiene con las responsabilidades que su tiempo actual le inflige para sobrevivir y con la decisiones de adaptación que debe tomar diariamente.
A pesar de repeterirse en el neurótico personaje principal, los escapes al pasado y el uso de algunas evidentes acciones de la clásica historia de La Cenicienta de Charles Perrault, la película de Allen es fresca en su relato y rápidamente se olvida este artilugio narrativo para dar paso a la degustación de las conversaciones y situaciones con los artistas, que son presentados en su manera más popular, pero que se enriquecen con el diálogo que Gil les propone.
La búsqueda del amor en el ser que que no se puede poseer en una relación imposible que es otro de los tópicos del autor, esta vez lo encarna en el personaje de Adriana en una grata representación de la francesa Marion Cotillard, como la mujer que ha sido seguidora, musa y amante de varios importantes artistas, de la cual Gil se siente atraído también.
Hay una sugestiva conclusión después del viaje propuesto en la obra, acerca de correr la cortina o la creencia, del viejo adagio que dice “todo tiempo pasado fue mejor”. En Medianoche en París, Woody Allen propone que no es tan cierta la creencia en el absolutismo de un mejor modo de vida de las épocas doradas y es optimista con la confrontación con el presente, basado en las decisiones consecuentes con los objetivos de la vida. Muy recomendada esta obra de este infatigable autor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario